Mat Kar · Cuando el cuerpo se vuelve territorio mítico y herramienta de emancipación
A las puertas de sus cincuenta años, la artista costarricense Mat Kar se autorretrata desnuda, cubierta apenas por el trenzado de una canasta de mimbre. Monte de Venus culmina un largo proceso artístico que atraviesa el dibujo, el collage, la escultura y la acción colectiva, desmantelando los ideales hegemónicos de belleza y consagrando la diversidad corporal como patrimonio sensible y político.
© Mat Kar
Monte de Venus: del silencio impuesto al grito propio
«Mi cuerpo era un problema, una imperfección a corregir… Hoy puedo nombrarlo y sentirlo como algo maravilloso». Con esta frase, Mat Kar resume décadas de estigmas y condicionamientos familiares y sociales. Su historia, como la de tantas otras personas, está atravesada por las múltiples formas de violencia simbólica que moldean el cuerpo femenino desde la infancia: el control, la vergüenza, los mandatos estéticos que disciplinan, corrigen y callan.
El proyecto Monte de Venus nace, según sus palabras, de la necesidad de “arrancar de raíz el árbol genealógico que me impidió amarlo”, un gesto radical que implica no solo sanar lo vivido, sino también cortar con la herencia de culpa que muchas veces se transmite entre generaciones. En ese gesto no hay negación de la historia, sino relectura: volver sobre las imágenes impuestas para reescribirlas desde adentro. Sanar, entonces, no es olvidar, sino mirar con otros ojos.
Exponer la piel se convierte así en un rito de pasaje. Ya no se trata de mostrar un cuerpo para ser juzgado, evaluado o erotizado según parámetros ajenos, sino de habitarlo como espacio de resistencia y potencia encarnada. Del silencio impuesto al grito propio: el cuerpo como archivo vivo, como altar de cicatrices, como superficie donde se escribe una dignidad nueva.
Soy una Venus: genealogía de un proyecto
Inspirada en la Venus de Willendorf, Kar modela luego miles de pequeñas esculturas que replican sus propias curvas y convoca a otras personas a hacer lo mismo. Cada figura es testimonio y grito colectivo: “recorrer con las manos las formas propias resultó ser un gesto de reconocimiento”.
Esta invasión de venus de barro se despliega en galerías y deriva en una muñeca de tela de tamaño real (con el peso exacto de la artista) que protagoniza Por favor espere a ser atendido en “Casa de la Ciudad”, Cartago. Allí, reconstruye su hogar dentro del museo para visibilizar abusos silenciados y denunciar la exclusión del deseo en los cuerpos gordos.
Venus paleolítica, cuerpo contemporáneo: una conversación con la historia del arte
Las figuras prehistóricas conocidas como “venus” (pequeñas esculturas femeninas con senos, caderas y vientres prominentes) aparecen en numerosos yacimientos de Europa y Asia y datan del Paleolítico Superior. Han sido interpretadas como símbolos de fertilidad, talismanes de protección, representaciones del cuerpo gestante o incluso autorretratos. Aunque sus verdaderos usos se desconocen, su presencia evidencia una concepción del cuerpo femenino vinculada a la potencia vital, al abrigo y a la continuidad.
La más célebre, hallada en Willendorf (Austria) en 1908, mide apenas 11 centímetros y tiene más de 25.000 años de antigüedad. Su voluptuosidad no responde a un canon estético, sino a una visión simbólica del cuerpo como centro de creación, abundancia y resistencia al entorno. Ese contraste con los ideales de delgadez, firmeza y simetría impuestos por la modernidad la ha convertido en un ícono de resignificación feminista.
Venus de Willendorf, datada entre los años 27 500 y 25 000 a.c.
Durante siglos, sin embargo, quienes pintaron o esculpieron cuerpos desnudos fueron, en su mayoría, varones. La mujer apareció como musa, objeto de contemplación o alegoría codificada: Venus, Eva, ninfa, mártir. Su representación fue moldeada por el deseo masculino, por la moral cristiana y por los mandatos académicos, que toleraban el desnudo siempre que respondiera a la mitología o al sacrificio.
Pocas artistas mujeres lograron torcer esa lógica. Artemisia Gentileschi, en el siglo XVII, se autorretrató como La Pittura para inscribir su cuerpo en el linaje profesional de la pintura. Judith Leyster hizo lo propio en los Países Bajos, pero ambas lo hicieron vestidas, en el rol de creadoras, no de cuerpos observables. La imagen femenina, incluso en manos de mujeres, seguía sujeta a un régimen de decoro.
Hubo que esperar al siglo XX para que el cuerpo de las artistas dejara de ser símbolo y se convirtiera en superficie de pensamiento. Frida Kahlo pintó su columna rota, su útero sangrante, sus cejas unidas. Claude Cahun desdibujó los límites entre lo masculino y lo femenino desde una poética fotográfica ambigua y performática. Hannah Wilke utilizó su piel como soporte de escarificaciones hechas con chicle, en una mezcla de erotismo y denuncia. Laura Aguilar hizo de su cuerpo grande y desnudo un eco de los paisajes desérticos, fundiéndose con la tierra para proponer una mirada interseccional desde lo chicano, lo queer y lo gordo.
Mat Kar se inscribe en esta genealogía, pero incorpora algo singular: el tránsito entre la autorrepresentación y la colectividad. Su cuerpo no solo se muestra, sino que se multiplica en barro, en tela, en las manos de otras personas que reproducen sus curvas como gesto de empatía y reivindicación. La frontera entre artista, modelo y público se desdibuja. Al invocar a la Venus paleolítica, no busca una reconstrucción arqueológica, sino una conversación simbólica: ¿qué cuerpos valen hoy? ¿qué cuerpos pueden ser nombrados como obra, como centro, como hogar?
Así, Monte de Venus conecta miles de años de historia visual con una urgencia contemporánea: recuperar la imagen del cuerpo como lugar de poder, deseo y ternura, por fuera de los filtros y los mandatos. Lo ancestral no es pasado, sino potencia disponible para imaginar otros futuros.
En un viaje a una residencia en España, Mat Kar sigue profundizando en escultura, conectando así geología y biografía, prehistoria y presente.
El rito del autorretrato: Monte de Venus
Las fotografías más recientes radicalizan el gesto autorreferencial. Mat Kar aparece desnuda, con el rostro cubierto por una canasta tejida en mimbre, cuyas tramas emulan el peinado trenzado de las venus paleolíticas. El escenario no es casual: está rodeada por mimbres en proceso de secado, varas crudas que aún no han sido trenzadas, pero ya portan la promesa de transformación. Cada elemento del entorno (material, textura, luz) dialoga con su cuerpo, que se vuelve paisaje simbólico.
El mimbre, protagonista de esta escena, no es solo un recurso estético: es materia viva, ancestral, tejida con técnicas transmitidas de generación en generación. Su combinación de fortaleza y flexibilidad permite construir desde objetos cotidianos hasta refugios. En manos de Kar, se convierte en metáfora del crecimiento personal: transformar una vara simple en una forma útil y bella es, también, tejerse a una misma desde la herida hacia la afirmación.
Estar envuelta en mimbres (y ocultar el rostro tras una canasta tejida) no es esconderse, sino enraizarse. Esa canasta-máscara no despersonaliza, sino que universaliza: “soy todas las personas que, como yo, han enfrentado y superado los prejuicios sobre sus cuerpos”, dice la artista. La figura aparece sin rostro pero con cuerpo íntegro, visible, real. El anonimato parcial refuerza la idea de que ese cuerpo puede ser cualquiera, y al mismo tiempo, es profundamente suyo.
© Mat Kar
El mimbre comunica resiliencia, paciencia, trabajo manual. Es orgánico, maleable, resistente al tiempo y al clima. Evoca abrigo, almacenamiento, refugio. En estas imágenes, no es solo material, es símbolo: un espacio seguro donde Kar explora y celebra la fortaleza de la identidad femenina. La escena entera se convierte en un acto de enraizamiento: en medio de los materiales, el cuerpo también es materia que ha sido golpeada, moldeada, curada. El autorretrato deja de ser mero registro y se vuelve rito de pasaje: de la autoexclusión al orgullo, del mandato de invisibilizarse a la decisión de mostrarse como casa propia.
Así, Monte de Venus no representa solo un cuerpo singular, sino la potencia de todos los cuerpos que han sido desestimados, marginados o corregidos. Es un acto de empoderamiento y reparación simbólica. Una imagen de barro, piel y fibra que (en lugar de pedir permiso) funda su propia genealogía.
© Mat Kar
Kar adopta la premisa de la antropóloga y escritora Ruth Behar, quien en The Vulnerable Observer (1996) propone una mirada ética y encarnada de la investigación social y artística. Behar plantea que toda práctica que involucra a otras personas debe partir desde el reconocimiento de la propia subjetividad, de una honestidad emocional que no niegue las marcas personales. Frente al modelo de observación “objetiva” y distante, la autora reivindica el valor de narrarse desde la fragilidad: «al exponerme, invito a otras a hacerse vulnerables».
Mat Kar traslada este enfoque a su práctica artística y pedagógica. No se posiciona por fuera de la obra ni por encima del dolor ajeno, sino que crea desde la exposición consciente de sus propias heridas. Su cuerpo no se ofrece como modelo a seguir, sino como espejo posible. Al compartir cicatrices y memorias, genera un espacio donde otras personas también puedan hablar, modelar, llorar, reír y resignificar sus experiencias. Así, la vulnerabilidad deja de ser sinónimo de debilidad para convertirse en un umbral: una forma radical de conexión, una pedagogía del cuidado, una política del afecto.
Monte de Venus no es solo una serie de autorretratos: es una práctica de emancipación, una arqueología del cuerpo y un homenaje a las memorias que habitan nuestra carne. En tiempos donde el mercado dicta formas y la mirada muchas veces aplasta en lugar de acomapañar, Kar nos recuerda que el cuerpo es territorio, historia, posibilidad de disidencia y de ternura. Frente al mandato de esconderse, su gesto es revelarse; frente a la vergüenza impuesta, responde con orgullo y materia viva. Su obra nos convoca a mirarnos distinto (con más cuidado, con más honestidad) y a preguntarnos cómo habitamos nuestros propios cuerpos, y qué historias pueden empezar a contarse cuando dejamos de pelearnos con ellos.
© Mat Kar
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